lunes, 10 de diciembre de 2012

...y hablando de fútbol. Un texto de Murillo Selva


Rota la malla, como cuando “Majoncho” Sosa metió aquel gol desde su propia cancha.
Interrumpimos nuestra huelga para ofrecerles este texto que el dramaturgo nacional Rafael Murillo Selva publicó en 1979 en un diario nacional. El tema aquí es el fútbol, pero visto desde la óptica de los "cipotes de barrio" de finales de los 70`s, cuando este deporte no era sólo eso, un deporte, sino todo un entramado de historias y leyendas que bien podrían considerarse ahora parte de eso que suele llamarse "nuestra identidad nacional".
Recuerdo cuando Joyo Chele nos tomaba de la mano para hacernos entrar gratis al partido. En la puerta, los silenciosos ojos del vigilante agarraban esa expresión tan particular en el hondureño cuando se enfrenta al hecho irremediable: “¡qué se le va hacer!”, ¡era Joyo Chele! La mayoría de los niños venidos de los barrios legendarios de Sipile y la Chivera se oponían a que el intruso de Tegucigalpa se colara a la pandilla que giraba alrededor del ídolo. La bondadosa autoridad de Joyo Chele disipaba, sin embargo, cualquier intento de batalla.
Era un jugador para quien la vida y la pelota eran una misma cosa. Él hubiese querido, por ejemplo, que todo el mundo entrara gratis al estadio. Después del partido, a la salida, la bandada  de “cipotes” lo esperábamos y nos íbamos con él acompañándolo hasta la puerta del estanco. En la puerta, con calidez de patriarca nos despedía y mandaba para casa.
No hablaba mucho. Las palabras le salían entre dientes con esfuerzo pero certeras y precisas como sus goles. Generoso en la cancha, era él quien repartía, insuflaba y organizaba, cruzando sus famosos pases rasantes y empujando el esférico con la precisión de un matemático. Era él, también, quien de pronto, mirando claro en la maraña, alzaba su cabeza inesperada y lanzaba la pelota que como bólido salía disparada hacia el marco contrario. Eran los goles milagrosos con los que “Joyo Chele” hacía ganar a su Motagua. Y todo como que si nada. En esa época los periódicos no se ocupaban mucho del asunto, porque además de ser un negocio de barriadas, con el deporte no aumentaban las ventas del tiraje; no había además, televisión, y los políticos, para ganar las elecciones, no tenían necesidad de hacerse pasar por deportistas. Por ese entonces los disfraces eran otros.
En las esquinas, las noticias corrían engarzadas de boca en boca; en las calles, las gentes se juntaban a narrar las hazañas de los héroes nacidos en el vientre del pueblo. Recuerdo haber oído con enorme emoción los relatos sobre el legendario “Vinagre” y el épico encuentro en el que el Motagua dio cuenta del terrible “Orión” de Costa Rica.
Se hablaba de don Lurio Martínez, negro infatigable, con brasas en el cuerpo, quien tenía el don de animar, acalorar y poner a discutir cuanto tocaba. Su insaciable apetito deportivo servía de tema para anécdotas malignas pero cariñosas. También, de los tres goles olímpicos en un solo partido de ese otro negro prístino llamado Zacarías Arzú y de las piernas cornetas del cañonero “Pando” Galindo, de quien se decía que un chancho mojado le podía pasar entre las piernas sin pringarlo. Todos quedábamos dundos y se nos hacía agua la boca cuando se hablaba de las tenazas de Garbut, quien surgía volando y paraba los penalties agarrando la pelota con una sola mano; o de aquella patada brutal de “Majoncho” Sosa, lanzada desde su propio campo defensivo con tal furia que la pelota deshizo la malla del marco contrario. Pero lo que más nos deslumbraba era aquella genial jugada de “Joyo Chele”, quien corriendo y cabeceando al mismo tiempo, había atravesado todo el campo sin que nadie pudiera quitarle la pelota y al final, engañando al portero, de taquito, anotaba el gol más limpio y perfecto de la historia.
En la noche, quedamente y a la sombra del palúdico foco de la esquina, se hacían comentarios sobre el endiablado pañuelo que el “Choco Vigil” usaba en la cabeza. Se decía que en el momento de las grandes trifulcas se lo quitaba, lo pasaba por los ojos del contrario para encandilarlo y entonces, entraba con una gran carcajadota a meter el gol de gane. Lo que se decía era tan cierto y la convicción tan profunda que las sobadoras del barrio no daban abasto con las hojas de “platanillo” y el mentol para curar tanta zafadura en los huesos y tendones de los cipotes que querían hacer como sus héroes.
Otros comentarios más garrudos nos hacían entrar en acción. Tragábamos gordo cuando se nos contaban que uno de los adversarios había dejado quebrados en el campo a tres de los nuestros y que en otra ocasión fueron tantos los carnudos repartidos y hubo tanto triturado, que la furia descendió de los barrios y las pandillas pelearon a muerte durante una semana. Por esa época, se decía también, con estupor y miedo, muchos “agentes del orden” amanecían ensartados con puñal en los postes de luz del barrio La Chivera.
Y que el asunto es muy serio. Cuando se trata de fútbol los aficionados no conocen los límites del sacrificio. Yo conocí los del barrio Concepción de Comayagüela, cuando en su seno se formó el equipo Tecamiche, al que luego le darían el nombre de “Gimnástico” y que contaba con el gran “Picho Pacho” Rodríguez como centrodelantero. Recuerdo a don Arturo Lagos cediendo la tercera parte de su sueldo; a la mamá de los Pino haciendo camisetas para los jugadores y a la señora Garay preparando la horchata para después del partido, y a mucha gente del barrio, obreros y artesanos, contribuyendo, cada quien a su manera, en la marca del campo para el juego del domingo y en la compra de tacos para los jugadores del equipo.
Las rodilleras, medias y tobilleras, me acuerdo muy bien, se vendían muy caras en las tiendas. Los comerciantes juraban que les era imposible regalar el más mínimo centavo, pero que nos felicitaban, que muy bien muchachos… que es más sano jugar que beber, pero por diosito que no podían rebajar. Quizás el próximo año, para la pascua, mientras, que fuéramos donde el Gobierno, que él ya había dado para la campaña del futuro diputado... que votáramos por él y que ya veríamos, si ganaba, habría tacos, camisetas y hasta tobilleras para todo el mundo. Ante tan poderosas razones a los del Tecamiche no les quedaba más remedio que cargar con toneladas de pañuelos y hasta pedazos de costal para aguantar los carnudos desatados por el equipo “Nueva Era”.
Así eran las cosas en aquel entonces, tan llenas de remiendos que parecían abandonadas hasta por las mismísimas manos del señor. Al grado tal que hubo algunos que aseguraron (con gran rigor) que el futuro deportivo del país no se encontraba definitivamente en las patadas. Con todo, no fue así. A pesar de los funestos vaticinios, de la tierra olvidada de los barrios, de su silencio terco, fueron saliendo fuerzas que vencieron resistencias y brotaron de su seno, cada vez más: canchas, jugadores, árbitros, masajistas, reinas y mascotas, hasta que al fin, aquí y allá, el fútbol se propagó como una llamarada y terminó por incrustarse en los cuatro costados del país.
Desde ese entonces, ciertos hechos extraños, pequeños primero, gruesos y contundentes después, empezaron a notarse en los pasillos. Muchos distinguidos personajes, por ejemplo, que poco tiempo atrás se constreñían frente al deporte plebeyo, ahora le guiñaban el ojo y le sonreían con gran coquetería. Algunos llegaron a asegurar (también en gran rigor) que además de ser un juego para machos, el fútbol cumplía una función social, por lo que convendría ayudarlo y además honrarlo con decreto por haberse convertido en el “deporte de las multitudes”. Los comerciantes, por su lado, argumentando que del dicho al hecho no debe existir trecho, regalaban tobilleras a montones y asumían con grandes riesgos la dirección de los equipos. De allí para allá todo fue diferente: una carrera de cambios se precipitó con tal velocidad y frenesí que hasta el sol de hoy muchas gentes ingenuas de los barrios no han podido todavía cerrar la boca del asombro. Y es que el progreso había tocado con su varita mágica al fútbol y cuando el progreso llega se ve cada cosa que es para no creer. La horchata de la señora Garay fue cambiada de un tajo por una bebida menos rala, más completa e importada que además de mucha vida le inyectaba al jugador una chispa endemoniada; la tercera parte del sueldo del señor Lagos pasó a ser una pobre bagatela puesto que hasta los mismísimos jefes disputábanse el título de benefactores del deporte de las multitudes y hasta se dieron Golpes de Estado (incruentos, eso sí) para apoyar públicamente desde la silla presidencial al deporte en general, aunque, en lo particular (y en secreto, por supuesto), cada jefe mostraba cariñosa preferencia por el equipo que movía las fibras internas de su corazón presidencial.
Las canchas ya no fueron construidas con las palas, picos y piochas de las cuadrillas del barrio; ya que grandes maquinarias realizaban patrióticos esfuerzos para construir estadios de cemento y concreto con grandes desembolsos para los patrióticos bolsillos de los ingenieros. También los bolsillos de los fanáticos se descosían y muchas veces sacrificaban la leche de sus niños para comprar la codiciada entrada para el fabuloso estadio. Se diseñaron palcos especiales, sillas acolchonadas y hasta blanquísimos inodoros para que en ellos se sentaran los que tanto esfuerzo estaban ayudando a sacar el fútbol del cabrón subdesarrollo. Los periódicos y la televisión, que ya existían; secretaron el ácido patriótico y hasta sacrificaron su tiempo y página social para lanzar gigantescas campañas y colectas públicas con el fin de ofrecer refrigeradores, radios, televisores, estufas, cámaras, relojes y hasta viajes de turismo para las familias de los jugadores.
Hubo compañías que aseguraron por sumas fabulosas la uña del bendecido dedo gordo del goleador de turno. Otras, realizando grandes esfuerzos de laboratorio e investigación habían logrado sacar al mercado cigarrillos especiales para los pulmones de los deportistas y refinados licores con antídotos milagrosos para proteger al hígado deportivo de los nefastos efectos de la goma. Muchos técnicos aprendieron, con extraordinaria precisión, a calcular y organizar técnicamente todas las posibles jugadas para no perder ,logrando inclusive calcular los efectos del imprevisto estornudo del volante derecho. Y en los palcos se vio a hombres muy simpáticos realizando sabias combinaciones de sonrisas y papeles, firmando documentos de traspaso, pujando y aplicando higiénicamente los más modernos e incomprensibles principios de la compra-venta:
¿Cuánto por Primitivo?
No se vende, es un valor nacional.
Ofrezco mil.
Es un valor nacional.
Dos mil.
Un valor nacional.
Cuatro mil.
…nacional.
Cinco mil.
Traaaaaaaaaaaaaaaspaaasandoooooooooo, pero en dólares y al contado.
En fin, todo se volvió más bueno, patriótico y bonito y digámoslo de una vez, fue tanto el desarrollo, que el fútbol empezó a crecer, a crecer... y a crecer tanto, que la patada de “Majoncho” Sosa, las brasas de Don Lurio, el cabezazo de “Joyo Chele”, las tenazas de Garbut, el pañuelo del “Choco” y los tres goles olímpicos en un solo partido de Zacarías Arzú se convirtieron en dudosas versiones, inventos febriles de fanáticos de barrio que no saben realmente cómo son las cosas. Hubo muchos que de rabia hasta echaban baba por la boca cuando con ingenua terquedad les aseguraba que eran ciertas las palabras de aquel amigo mío, a quien llamaban “Joyo Chele”, cuando rodeado de una pandilla de cipotes le decía de pasada al de la entrada: ¡Qué macanudo sería que todo el mundo pudiera entrar gratis al estadio!
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