Ya sé que no hay mejor novela negra que la que a diario se escribe en H (aunque en ésta algunos no quieran darse cuenta de cuál es el verdadero crimen, quiénes son los detectives y quién el verdadero culpable), pero para ir relajándonos un poco, al menos aquí, en donde yo estoy, océano de por medio, copio y pego el último artículo del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez en elespectador.com, que habla, a partir de una declaración del novelista irlandés John Banville, de las diferencias entre la novela estrictamente literaria y la novela negra. Advertencia: no confundir novela negra con novela de garífunas, como alguna vez le ocurrió a un escritor archifamoso de H.
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viernes, 14 de agosto de 2009
La eterna queja de la novela de género
El irlandés John Banville, uno de los grandes novelistas vivos, armó el otro día un escándalo descomunal en un festival de novela negra al que lo invitaron.
Los lectores sabrán que Banville, el autor de obras maestras como El intocable o Imposturas, tiene además un seudónimo, Benjamin Black, bajo el cual escribe novelas de género: un crimen, un detective, un culpable. Pues bien, le preguntaron a Banville qué diferencia había entre la escritura de novelas literarias y la de novelas negras. Y la respuesta fue así: mientras que John Banville logra escribir esforzadamente cien palabras al día, Benjamin Black puede llegar a dos mil. Para los testigos, la idea implícita fue muy clara: las frases de Black son menos importantes. Y otra vez fueron y vinieron las quejas: que por qué la novela negra es menospreciada por los escritores literarios, que por qué la novela negra no recibe la misma atención de la crítica. Etcétera. Etcétera. Un largo etcétera.
La queja ya comienza a sonar a pataleta de niños malcriados. Porque no hay novelas literarias por un lado y novelas negras por el otro, así como no hay novelas literarias por un lado y novelas de ciencia ficción por el otro: hay simplemente buenas y malas novelas. Este argumento puede sonar a perogrullada, pero es notable la poca frecuencia con que se admite. La novela de género, precisamente por serlo, suele abusar de la fórmula; y no sólo de la fórmula estructural —un crimen, un investigador, un culpable—, que es lo mínimo que su comprador tiene derecho a esperar, sino también de la fórmula verbal: ideas recibidas, emociones desgastadas, clichés del pensamiento pero también del comportamiento. Meros guiones de cine sin el rescate de las imágenes, como dice Cortázar en alguna parte.
Y admitámoslo: en el mundo de la novela negra, estos ejemplares son mayoría. Los que se quejan suelen sacar el argumento de que existen en la novela negra nombres como Raymond Chandler o James Ellroy, y por lo tanto el menosprecio es injusto. Pero eso no es sino la confirmación de que la queja no tiene ningún sentido: una novela de Ellroy (o de John Le Carré, para ir a otro género) es inmediatamente saludada por la crítica más esnob en cualquier parte del mundo. La razón es simple: son buenas novelas. Son novelas que, para resumirlo de manera más bien grosera, nos dicen cosas que no sabíamos. La mala novela, sea o no de género, no hace más que confirmarnos lo que ya sabíamos, y lo hace además con pésima prosa, con ideas de tres al cuarto y con manipulaciones de predicador evangelista.
Pero el asunto es que estas malas novelas tienen millones de lectores. Hay allá fuera millones de lectores que sólo esperan de una novela la confirmación de lo ya sabido, e incluso, por una especie de curiosa perversión, prefieren que el sentimentalismo o las emociones baratas vengan en mala prosa. Y el error de muchos lectores “literarios” está en tratar de convencerlos de leer otra cosa. Enrique Vila-Matas lo explicó muy bien: es un error pensar que el lector de El código Da Vinci, si no estuviera leyendo El código Da Vinci, estaría leyendo, no sé, a John Banville. La verdad es otra: si ese lector no estuviera leyendo El código Da Vinci, no estaría leyendo nada. Estaría viendo Padres e hijos, por ejemplo. Y, bueno, estaría en todo su derecho.
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Sobre la poesía...
Esto lo opinaba Perinola desde su posición de poeta. Haciendo versos desde la infancia, había descubierto que no querían decir nada; y viviendo había descubierto que el lenguaje servía para decir cosas. Había una incompatibilidad, que era lo que lo había comprometido con la poesía. Porque la poesía, al no querer decir nada con el instrumento que servía para decir cosas, decía algo, que era a la vez algo y nada. Amaba ese enigma, pero estaba convencido de que no podía durar. Era demasiado extravagante. Eso se la hacía más preciosa. Efímera, la poesía era una flor rara que se había abierto por casualidad, y el milagro había querido que se abriera justo cuando él vivía. En el futuro, una humanidad más razonable haría buen uso de la prosa.
Parménides. César Aira.
Parménides. César Aira.
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